(Esta entrada es el texto, algo ampliado e hipertextualizado, de una columna de 380 palabras, que, con el título de “Cánones digitales y cánones analógicos”, se publicará hacia finales del próximo mes de marzo en la revista BIT, dentro de mi serie Infoneurastenia)
La decisión política del canon digital de finales de 2007 me ha pillado documentándome aplicadamente sobre la plasticidad del cerebro y los diferentes tipos de aprendizaje y de memoria. El cerebro se adapta continuamente a su entorno, aseguran los neurocientíficos (p. ej., Blakemore y Frith) y que no podemos aprender destrezas o conocimientos nuevos y conservarlos para siempre si no practicamos con ellos. Quizá se me han cruzado un poco los cables, porque observo que, por un lado, mi cerebro no se ha adaptado del todo y sigue rechazando la opción de dejar comida sin consumir en un plato, como aprendió en largos tiempos de penuria, y simultáneamente muestra un rechazo a pagar este canon, tributo, recargo, o lo que sea, por productos que en aquellas austeras épocas ni siquiera imaginábamos que pudieran llegar a existir. Como prueba de que vivo entre dos mundos , en mi confusión mental aparecen entrelazados conceptos del mundo analógico y conceptos del mundo digital, por ejemplo el doggy bag y la ley de Moore.
Desde que lo conocí, tiempo ha, en EEUU, soy partidario del doggy bag para llevarte a casa lo que pagas, pero no te comes. Generalmente, no me gusta pagar por lo que no he pedido o por lo que no uso, o pagar más por leche (20%), cebollas (20%), pollo (16%), harina de trigo (19%), huevos, gasolina, etc., gracias a esos “cánones analógicos” no legislados ni explicados, y mi cerebro antiguo se me rebela al pagar entre 40 y 60 euros por comer, ya casi en cualquier restaurante, cuando salgo por ahí con amigos, quienes, según veo, ni se inmutan.
En el mundo de los productos infotecnológicos, mayoritariamente digitales, y gracias a los progresos tecnocientíficos, sucede al revés, la regla es que siempre pagas menos por más, es como si, por el precio de un menú del día, comieras habitualmente caviar, merluza de pincho, solomillo o centolla. Hoy, los terminales móviles vienen armados con mil funciones, incluida las telefónicas; los ordenadores personales, junto a su enorme capacidad de procesamiento, exhiben memorias RAM de 2 GB o más y discos de más de 100 GB, y los niños piden a los Reyes Magos potentes videoconsolas, como si tal cosa. En diciembre de 2007, podía comprarse un bastoncillo diminuto de memoria USB, con 2 GB de capacidad, por unos 15 euros (lo mismo que cuesta hoy en el centro comercial Arturo Soria Plaza, de Madrid, un kilo de almendras fritas) o un disco duro externo de 500 GB por 120 euros. Para comparar con los “menús” del pasado, acudo a mis recuerdos y a mi libro “Computadores personales. Hacia un mundo de máquinas informáticas” donde releo que el ordenador Whirlwind, 1958, que servía de base para el sistema SAGE de defensa aérea en EE.UU., ocupaba una superficie de 2.500 pies cuadrados y tenía una memoria principal equivalente a 2 KB. En ese libro, al describir los ordenadores personales de finales de los años 70 y principios de los 80, fijé como perfil de referencia un ordenador dotado con microprocesador y una memoria RAM igual o superior a 128 KB. Gupta y Toong, en su artículo “The first decade of Personal Computers”, Proceedings of the I.E.E.E., Vol. 72, Nº. 3, marzo 1984, pp. 246-258, se referían a los pecés hogareños como provistos, en promedio, de una memoria RAM de 64 KB. Todos estos datos los miro actualmente con una absoluta sensación de asombro. Ya se ve que mi cerebro no los ha conservado, quizá porque los ha vivido con poca intensidad y en un período muy breve de práctica, tal como nos explica la neurociencia. Es que, midiéndolos con los parámetros de la evolución tecnológica, los años transcurridos nos parecen años-luz.
Cierto es que ahora pagamos por un menú obligatorio y abundantísimo en funciones y capacidades digitales, del que sólo consumiremos una mínima parte, algo que personalmente no consideraría asumible, si no fuera por su precio. Sólo esta dinámica increíble de precios decrecientes hace relativamente tolerable que te impongan oficialmente desde el “mundo” analógico un recargo, por si acaso se te ocurre utilizar algunas de esas funciones digitales de una determinada forma. Menos mal que el canon (o regla, en inglés “paying less for more”) de Moore actúa a la vez como un canon económico inverso. (Nota: La segunda acepción de la palabra´canon´ en el diccionario Collins la define como “One of the rules or principles on which something is based”).
No obstante, el canon digital no es asunto baladí, sino un caso más de reacción del mundo analógico para intentar resolver una de las numerosas situaciones conflictivas entre ciudad e infociudad, entre formas sociales emergentes y formas sociales declinantes. Con esta modificación a la LISI (Ley del Impulso a la Sociedad de la Información), nuestros gobernantes han justificado el canon digital como una medida ¡en beneficio de la cultura!. Lo digo con ironía, porque mis dudas acerca de la preocupación tecnocultural de nuestros gobernantes, políticos y empresarios son públicas y además considero que, en líneas generales, nuestro país, teniendo en cuenta su nivel de desarrollo económico, es escasamente nootrópico, es decir, demasiado poco orientado hacia la cultura. Termino señalando, como curiosidad lingüística, que ´lisis´, del griego, no significa solución, sino disolución, destrucción. Ejemplos: fotólisis, electrólisis o hemólisis, que significa “destrucción de glóbulos rojos”). En Medicina se usa el carbocisteinato de lisina para fluidificar -o sea, para disolver- los mocos. Tal vez estamos a punto de inventar la infólisis (o infolisis) social.